Cómo aprendemos a corregir a las niñas y a menospreciar a las mujeres

En un cumpleaños infantil se puede observar, en apenas un par de horas, entre globos, piñatas y vasos de papel, un desfile de estereotipos de género.

Niños y niñas, casi en igual proporción. Ellos, de colores oscuros, jugando a construir o destruir mundos; ellas, vestidas de tonos pastel, fascinadas por el rosa en todo tipo de prendas de vestir, ensayando gestos aprendidos de vídeos y canciones. Hasta aquí, nada sorprendente. Lo curioso reside en cómo los adultos leen esos comportamientos.

Foto de Wagner Santos en Unsplash

Porque la crítica se ejerce de manera muy selectiva. Los niños son observados con indulgencia: nadie comenta que su ropa, por lo general oscura, sea “inapropiada”. Nadie les reprocha su entusiasmo por el riesgo o sus gestos imprudentes. Pero en el caso de las niñas, cada gesto es objeto de comentarios, cada elección estética se juzga. “Está obsesionada con el rosa”; “Habla de novios”… Lo que para ellos es celebrado como expresión libre, para ellas es motivo de reproche.

Y aquí aparece la paradoja: muchas de estas críticas provienen de las mismas personas que compraron o permitieron esa vestimenta. Es decir, las familias, y todo el mundo relacional de las menores, crean y al mismo tiempo censuran la identidad que fomentan. Pero ¿por qué ocurre esto?

Culturalmente, los comportamientos asociados a lo femenino (la atención a la apariencia, la coquetería, el interés por relaciones sociales, la caracterización como princesas) suelen percibirse como ‘poco valiosos’ desde la perspectiva del mundo adulto. Sin embargo, en el universo infantil cobran sentido como formas legítimas de exploración y juego. La desaprobación que reciben las niñas no surge tanto de un peligro o de una inadecuada precocidad sino de la dificultad de los adultos para aceptar que algo que parece frívolo en términos adultos pueda ser valioso para una niña. Así, la corrección temprana funciona como un control social anticipado.

Con los niños ocurre lo contrario: la sociedad tolera e incluso celebra comportamientos considerados “masculinos”, desde la agresividad hasta el gusto por los juegos de riesgo. Esta vez, sin alarma ni juicio. Se percibe como natural que los varones exploren el mundo sin supervisión estética ni moral.

Ana de Miguel lo señala con claridad en su libro Ética para Celia (ed. B): mientras los niños evolucionan como sujetos activos y libres, las niñas son permanentemente evaluadas porque su cuerpo, su voz y sus gestos están cargados de significado social desde la infancia. Esta diferencia no es casual: responde a una arquitectura cultural sexista y machista que condiciona la autonomía, la autoestima y la libertad de expresión de las niñas.

Y entonces surge la pregunta incómoda: si incluso en un cumpleaños, entre globos, piñatas y golosinas, las niñas deben rendir cuentas por su manera de existir, mientras los niños quedan impunes, ¿quién protege a las niñas?

Quizá la actitud más urgente no sea prohibir el rosa, sino cuestionar por qué la sociedad sigue penalizando a las niñas por comportamientos «femeninos» que, en su versión «masculina», se consideran perfectamente aceptables.

Y no nos engañemos, esto no se queda en las fiestas infantiles. Crece con nosotras. Las niñas que aprendieron pronto a ser evaluadas por cada gesto se convierten en mujeres que vigilan su tono en las reuniones para no parecer “emocionales”, que calibran sus correos para no sonar “agresivas o histéricas” y que aprenden a hablar después de pedir permiso: “solo una idea…”, “quizá me equivoco, pero…”.

Mientras tanto, sus compañeros conversan con impunidad expresiva. Lo vimos hace unos días, cuando un tertuliano decidió cacarear (sí, cacarear) mientras su compañera argumentaba con solidez sobre corrupción política. Y lo más llamativo no es que ocurra, sino lo normalizado que está.

Lo peor es que todavía hay quien insiste en que todo esto trata sobre madurez profesional, cuando no es más que puro machismo.

Escribe Marina Lorenzo