No es el aguacate ni el café de especialidad: es la estructura

Fig.01 – Fotografía propia
En los últimos años, se ha vuelto habitual escuchar que los jóvenes no compran vivienda porque prefieren gastar en ocio, viajes o tecnología. Un relato muy peligroso, porque responsabiliza exclusivamente al individuo y omite los factores estructurales.
Los datos dibujan otra realidad. Según Eurostat, desde 2015 el coste medio de comprar una casa ha subido más de un 50 %, mientras que los salarios de los jóvenes apenas han aumentado en los últimos años. Según El Pais, los menores de 25 años deben destinar casi diez años de trabajo para adquirir una vivienda, casi el doble que hace dos décadas.
A esto se suman los alquileres disparados, los contratos temporales y la falta de estabilidad laboral: según el SEPE, los menores de 30 años tienen contratos temporales en mayor medida que el resto de la población. En este contexto, la posibilidad real de ahorrar para la entrada de una vivienda es limitada.
El mito del “gasto en caprichos” como explicación única del no acceso a la vivienda por parte de los jóvenes es falso. Salir a cenar o viajar no es la causa estructural de la precariedad ni del encarecimiento inmobiliario; es, en muchos casos, una forma de construir redes, experiencias y bienestar en un entorno en el que otras formas de seguridad (propiedad, estabilidad) resultan inalcanzables.
La narrativa que culpa a los jóvenes de no “invertir correctamente” su dinero ignora que la inversión en vivienda ya no es accesible. La movilidad social y la capacidad de acumular capital se han reducido drásticamente.
En Materia Prima, desde la investigación, observamos un patrón claro: las decisiones de consumo de los jóvenes no son simples “caprichos”, sino estrategias para generar calidad de vida y sentido de pertenencia en un contexto económico hostil. Las marcas que logran entender esto —y no juzgarlo— construyen relaciones mucho más auténticas con esta generación.
En definitiva, culpabilizar a los jóvenes por su forma de consumir es ignorar un contexto económico y cultural profundamente desigual. Porque no es el café de seis euros que toman una vez a la semana, quien lo consuma, ni el viaje de verano lo que les impide comprar una casa; es la estructura económica. Y seguir responsabilizando a los jóvenes de no “invertir bien” solo aleja el debate de donde debería estar: la necesidad de políticas de vivienda y empleo que devuelvan margen de maniobra a las nuevas generaciones.
Escribe: Paula Ruiz
Wellness S.A.: cómo convertimos el malestar en negocio
En el ámbito de la sanidad, la salud mental es ya la principal preocupación en 31 países, por delante del cáncer y de los estados de ansiedad. En España, el 59% de la población la señala como el mayor desafío sanitario: la encuesta mundial de Ipsos por el Día de la Salud Mental 2024 nos sitúa solo por detrás de Suecia en el ranking europeo.
El 60% de los españoles dice haberse sentido estresado hasta el punto de que su vida diaria se vio afectada; una tercera parte de la población dice haber faltado a su trabajo en algún momento del último año por culpa de la presión. El 72% de los milenials y el 67% de quienes integran la Generación Z admiten haber padecido episodios de estrés incapacitante. Entre las mujeres jóvenes, un 40% declara haber experimentado depresión. La estadística es demoledora, y sin embargo, la manera en que hemos decidido tratar este problema parece fruto de una campaña de marketing, no del diseño de una política pública.
Porque mientras los datos dicen que estamos agotados, las redes dicen que lo cool es acudir a terapia. No importa por qué, ni para qué, ni siquiera si el sistema sanitario puede soportarlo. La terapia es el nuevo yoga, el nuevo matcha latte, el nuevo “me lo merezco”. Contamos con influencers de moda, cocina o lifestyle que ofrecen un código descuento para asistir a unas primeras sesiones online. Las empresas crean áreas de “diversidad y bienestar” que caben en el mismo cajón que el team building y la mesa de futbolín. Y la salud mental, que debería ser un derecho colectivo y estructural, se convierte en otro accesorio aspiracional.
El discurso ya no es “cambiemos las condiciones que enferman a la gente”, sino “gestiona tu estrés, regula tu ansiedad”. Si la Generación Z se siente demasiado estresada para trabajar (algo que le sucede al 50% de sus miembros en España) la respuesta no es replantear horarios imposibles, salarios precarios ni expectativas tóxicas. Es recomendarles apps de mindfulness y ofrecerles terapias online a pagar en cómodos plazos. Un parche emocional para un sistema que sigue continúa intacto.

Ir al psicólogo no es lo mismo que ir a terapia. Lo primero suena a clínica, mientras que lo segundo es puro lifestyle. Cuando la ansiedad se mide en likes, lo relevante no es qué te llevó a terapia, sino que lo publiques con una iluminación adecuada.
Y aquí es donde entra la lógica del mercado. La salud mental ha dejado de ser una urgencia sanitaria para convertirse en una categoría de consumo. Lo que antes era tabú, ahora es una vertical de negocio. Terapia online bajo por suscripción, aplicaciones de bienestar con modelos freemium, marcas que compran legitimidad cultural patrocinando narrativas de autocuidado. El malestar se monetiza, se empaqueta y se convierte en un driver de engagement.
En este nuevo ecosistema, la salud mental se vende con idénticos códigos que cualquier otra industria aspiracional: descuentos de bienvenida, promesas de transformación personal y experiencias premium que harán que el sujeto “se sienta mejor”. El bienestar ya no es un fin, sino un territorio de marca, una extensión simbólica que otorga una señal de estatus y relevancia cultural. Y como todo territorio de marca, está disponible para el mejor postor: plataformas de terapia, startups de salud digital, multinacionales deseosas de aplicar un barniz emocional a su estrategia de ventas…
El verdadero giro está ahí: la salud mental ya no es solo una conversación social, sino un mercado emergente. Un espacio donde los sentimientos se convierten en datos, las emociones en insights y el cuidado en producto. La paradoja es brutal: los factores estructurales (precariedad, aislamiento, desigualdad) que nos enferman permanecen intactos. Lo que cambia es el envoltorio. Ir a terapia se convierte en un nuevo imperativo cultural y en un flujo de ingresos recurrente. En otras palabras: hemos conseguido transformar el malestar en modelo de negocio.
Escribe Marina Lorenzo